La última vez que vio a su hijo con vida, él estaba en su cama con aproximadamente diez efectivos policiales encima. Lo estaban ahorcando con un precinto plástico.
En Venezuela, vivir en un barrio, tener antecedentes penales y ser un hombre joven acarrea el riesgo de convertirse en la próxima víctima de la violencia policial.
Tras un año y ocho meses de la muerte de su hijo de 28 años de edad, la madre no ha dejado de sentir temor, pero tampoco de buscar justicia. Las imágenes de aquel 3 de febrero de 2019 aún están latentes en su memoria. Recuerda cada instante de esa historia de terror que le tocó vivir.
Proiuris contactó a la mujer de 49 años de edad en el estado Lara, para documentar su versión de los hechos ocurridos en la comunidad ubicada al oeste de Barquisimeto, específicamente en la avenida María Pereira de Daza con calle 3 de El Garabatal.
Será ella, quien bajo reserva de su identidad por temor a represalias, cuente su relato.
Testigo de excepción
Soy la mamá de Robert Alexander Alvarado, una de las víctimas de las FAES. Mi hijo fue asesinado en mi casa, brutalmente.
Antes de asesinarlo lo maltrataron, lo golpearon y lo ahorcaron delante de mí. A mí también me golpearon, me sacaron varios dientes y me desgarraron un riñón. Encima fui robada por los funcionarios policiales. Me desvalijaron completamente la casa.
Yo estaba cocinando ese domingo y Robert en su cuarto desayunando. En la casa también estaba mi nieto -hijo de mi hija-, para entonces de ocho años. Lo primero que escuchamos fue un disparo en la puerta principal. Cuando me asomé ya tenían la vivienda rodeada y estaban saltando hacia la casa. Eran más de 50 hombres.
Salí y pregunté qué pasaba. Ellos en ningún momento se identificaron. Por los uniformes los reconocí como las FAES. Todos tenían los rostros cubiertos, menos el que llevaba el mando del grupo. Cargaban armas largas y pistolas.
Les pedí que me dieran una orden de allanamiento. El que comandaba el grupo me dijo: “Yo no tengo ninguna orden; la única orden que tengo es matar al choro que está aquí adentro”.
Una fugaz visita
Mi hijo solo tenía dos días en la casa. Llegó el viernes 1° de febrero en la noche. Hacían dos meses que había salido del penal de Coro y desde entonces vivía con mi papá. Para entonces él tenía 28 años.
Me dijo que quería venir a mi casa. Tenía nueve años sin visitarla porque durante ese tiempo estuvo detenido por el delito de robo. Acordamos que vendría y se regresaría el lunes, pero no me dieron chance de nada. No creí que por dos días…
Yo lo iba a sacar del país, pero en el Tribunal me decían que todavía aparecía como preso. No lo quería sacar así, preferí hacerlo legalmente. Él ya tenía libertad plena, pero ante la justicia todavía estaba preso y si se iba, saldría como si estuviese fugado.
Amarga despedida
Después que ese hombre me dijo a qué venían, corrí y me metí en el cuarto con mi hijo. Me aferré a él. Me dijeron que si no me salía me iban a llevar presa, pero no me importó.
Comenzamos a forcejear y caí en la cama con mi hijo. Robert me halaba hacia él y los policías me halaban por el cabello para apartarme. Ahí fue donde empezaron a golpearme porque no lo quería soltar.
Me gritaban groserías, muchas groserías. Me decían que me iban a matar, que no se las pusiera más difícil y que no había nada que hacer porque la orden era matarlo.
Mientras tenía a mi hijo abrazado él gritaba pidiendo auxilio y que no me hicieran nada a mí.
Tenía como a diez funcionarios encima de mí. Uno de los policías me golpeaba con un guante de goma espuma que tenía en la mano. Me reventaron los dientes con un golpe.
Uno de los hombres quiso meterme la pistola en la boca y otro le dijo que no -el que lideraba el grupo-, un gordo él. No sé cómo se llama pero su rostro nunca lo voy a olvidar. Estaba histérico pidiendo que me sacaran como fuese.
Caí al piso y un funcionario me dio una patada en la espalda. Confieso que tras ese golpe me oriné. Con ellos andaban tres mujeres, pero ellas en ningún momento me pegaron, quienes me golpeaban eran los hombres.
Mientras tanto, uno de los hombres se quitó una bandana que tenía en el cuello y se la metió a Robert Alexander en la boca para callar sus gritos de auxilio.
También vi cómo ahorcaban a mi hijo con un precinto que le pusieron en el cuello. Allí comenzó a balbucear y me dijo que ya, que lo dejara solo.