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Rozando los límites del peligro: el vaivén en las trochas de una niña migrante

Sofía* tiene 17 años. Ahora canta en el coro de su iglesia y colabora en una escuela de nivelación académica para niños y niñas migrantes venezolanos que no han podido acceder a la educación formal en la frontera. Aunque más pequeños en edad, son infantes, al fin y al cabo como ella, quien llegó hasta séptimo grado en Venezuela. Y aunque todavía no ha podido retomar sus estudios, sueña con hacerlo pronto

Reporte Proiuris

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Es afable y dulce, al tiempo que parca y recatada. Confiesa que antes de migrar a esta frontera colombo venezolana que comparten Norte de Santander y Táchira, su vida era muy distinta. De hecho, admite no sentirse preparada para regresar a su lugar de origen. “Me pasaron muchas cosas, tanto a mí como a mi familia. Fue muy doloroso y no deseo volver”, recuerda.

Las condiciones socio económicas en las que nace y crece Sofía* parecían condicionarla a un oscuro futuro. “Mi familia vendía droga. Veía a mi hermano preso, a mi padrastro preso, veía muchas cosas, mucha violencia. Todavía siguen pasando cosas y han matado a muchos seres queridos míos”, relata con los ojos llorosos.

Una vida de riesgo en Venezuela

El contexto social y familiar que rodeaba a Sofía* en Venezuela era de alto riesgo, signado por el microtráfico y el consumo de drogas. Incluso llegó a ser instrumentalizada por sus propios padres en este delito.

“Casi todos donde yo vivía se ‘endrogaban’ al frente de niñas, al frente de uno, sin pena, entonces, yo era una de las que le vendía la droga, me tocaba verlos, a veces veía personas que mataban. Un día estaban y al otro no”. Ella recuerda que todo esto sucedía desde que tenía uso de razón, aproximadamente desde sus cinco años.

La pérdida de su papá y de su padrastro fueron los episodios más duros que Sofía* siente que ha vivido en su corta vida. Sus lágrimas afloran delatando el trauma que ha dejado huella en su memoria.

“Prácticamente la seguridad allá era también como los ladrones, porque ellos no hacían nada, ellos suponiendo agarraban a alguien, era por sacarle plata o entraban a casa de las personas y sin permiso, sin orden, les quitaban sus pertenencias y les cobraban demás a las personas por el dinero, sí, eran muy abusivos, entonces, nadie recurría a ellos”, cuenta Sofía* refiriéndose al modo de proceder de los funcionarios policiales en la Venezuela que le tocó vivir antes de migrar.

La huída

Con la movilización de Venezuela hacia Colombia, muchas circunstancias cambiaron para Sofía*. “No fue fácil cuando me vine a este país, pero sí era como más tranquilidad, no veía cosas así como veía allá donde vivía yo. Como que cambió todo mi mundo”, describe. El viaje migratorio desde la ciudad de Valencia, estado Carabobo, estuvo compuesto por nueve niños, contándola a ella, y cuatro adultos.

No obstante, la joven venezolana percibe que su mundo interior también mejoró. “Maduré en mi forma de pensar, en tomar mis decisiones, en saber qué es el bien y el mal, qué cosas debo o no hacer”. Sin embargo, muchas de sus expectativas no se cumplieron tal como ella las imaginó.

“Al principio yo pensaba que era como un mundo mágico, que iba a llegar a trabajar y a ayudar a mi familia.Pero no fue como yo lo pensé, me tocó dormir en la calle con mi familia dos años, fue muy duro”. A pesar de ello, concluye que fue “una experiencia de aprendizaje”.

Foto: Diario La Opinión

Los límites de la frontera

A Sofía* le tocó dormir en los separadores del tramo de la autopista internacional ubicado en La Parada, se trata de la misma vía que conecta a Colombia con Venezuela y sigue después del Puente Internacional Simón Bolívar. En esas islas pernoctó alrededor de dos meses, junto a sus hermanos y primos.

Posteriormente, se vieron obligados a mudarse al borde de una de las trochas de la zona fronteriza, una llamada La Arrocera, también ubicada en La Parada, municipio Villa del Rosario.

“A mi familia y a mí, nos tocaba vivir y dormir en el suelo. Nos cubríamos con un plástico para no mojarnos. No fue fácil. Cocinábamos a leña, nos bañábamos en el río, igual que las demás personas alrededor. Cuando llovía, nos mojábamos”, cuenta la niña.

Distintas formas de violencia testificó Sofía* mientras vivió en las trochas entre sus 14 y 15 años de edad: “Ahí golpeaban a las mujeres, veíamos cómo se llevaban personas de ahí y cómo aparecían muertas”. Explica que vivían en una zona que limitaba con una pared alta de cemento.

“Los muertos que mataban en la trocha, los lanzaban en la parte de arriba del río, hacia lo último de La Arrocera. Y como todo niño es curioso y le gusta conocer, entonces, nos tocaba subir arriba a jugar y nos tocaba ver eso. A veces, llegaban los policías y sacaban a los muertos hacia abajo”, lamenta.

¿La pendularidad como solución?

Después de más de un año a la intemperie en la trocha, la mamá de Sofía* encontró una pareja, que le propuso mudarse al otro lado de la frontera. “Ella ya estaba cansada de que nosotros viviéramos ahí en La Arrocera, porque veíamos cosas que no debíamos ver”.

Ahora están en San Antonio, viven ahora “en una casa, en un techo más seguro, entonces, ya no nos mojamos, ya mis hermanos no pasan frío. Sin embargo, la mitad de mi familia, sí se quedó ahí viviendo”. Pero esta resistencia fue temporal, “les llegaron unas personas muy peligrosas y los amenazaron, entonces, les dio miedo por los niños y tuvieron que mudarse a donde estamos nosotros”.

El trasteo de Sofía* y su familia se da de un lado de la frontera al otro, pero con las mismas condiciones de vulnerabilidad. Ella señala: “Vivimos en medio de trochas y como la gente nunca sabe cuándo va a haber una guerra o no, porque es una zona peligrosa, entonces, los que pagan son los que están en el medio. Hay casas, invasiones y la mayoría son familias con niños. Entonces, la gente vive ahí como segura, pero con miedo”.

Todos los días, a Sofía* le toca pasar por estas trochas. “Gracias a Dios, no me ha pasado nada, solo a veces, me da miedo pasarla, pero la paso con valentía”. A pesar de que sabe muchas cosas que han pasado, prefiere omitir detalles, “porque si uno cuenta algo de lo que ve, puede estar en peligro su vida o la de la familia que vive alrededor”.

Foto: Diario La Opinión

Con respecto a los funcionarios de seguridad policial en Colombia, Sofía* dice que también son ineficientes. “Pero no pueden tocar a las personas donde yo vivo, porque hay como un respeto, como un acuerdo entre la guerrilla y ellos que no pueden hacer nada sin el consentimiento de ellos, no pueden tocar niños, ni una persona, ni nada”.

Por estas razones, Sofía* se siente más segura en Colombia. “Siento que no corremos peligro, porque allá teníamos trato con delincuentes muy peligrosos y bandas muy peligrosas. Ellos están ahorita como huyendo y pueden poner en peligro a mis hermanas. Entonces, yo veo que es más seguro estar aquí que allá”.

Los datos y opiniones contemplados en este reporte fueron recabados por investigadores de Proiuris de manera directa en diversas entrevistas con las fuentes mencionadas. Se reserva el derecho al anonimato para resguardar la identidad de las fuentes.

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