Colombia

La resiliencia emerge en la huida y el retorno de las y los caminantes

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En medio de largas travesías, que se tornan más peligrosas por la pandemia de COVID-19, algunas personas venezolanas que van y vienen de Colombia a pie experimentan otro tránsito; van y vienen entre la desesperanza y la resiliencia

Reporte Especial Proiuris

Es la segunda vez que Kevin camina desde Cúcuta hasta Bogotá, solo que esta vez va con su esposa y sus tres hijos. Vienen desde Guanare, estado Portuguesa, con la esperanza de restablecer un proyecto de vida que ya había comenzado en la capital colombiana tres años atrás, pero que la pandemia obligó a poner en pausa.

Un coche va con ellos como una suerte de maletero; dentro llevan morrales, agua y cobijas para hacerle frente a las bajas temperaturas durante el trayecto. “Ya estamos locos por llegar”, dice el muchacho, al pie de la autopista que comunica a Tunja con Bogotá.

Contrario a la dramática imagen que pudiera proyectar este grupo de migrantes entre los conductores que se desplazan por estas regiones, Kevin y su familia también van cargados de optimismo. La resiliencia emerge entre tanta adversidad.

“Yo le dije a mi hijo mayor que le iba a gustar Bogotá, que la ciudad es bonita y que podemos comer lo que queramos, porque es fácil comprar comida y que, si nos esforzamos, podemos hasta montar un negocio propio”, dice Kevin. Este hombre de 21 años de edad, dejó Guanare a sus padres, de 60 y 56 años de edad, junto a sus hermanos, quienes encuentran el sustento en una parcela familiar en la que cultivan maíz y quinchoncho.

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Kevin asegura que Bogotá es una ciudad con muchas oportunidades. “Tienes que ir enfocado a trabajar, a lucharla todos los días. A mí me gusta trabajar, entonces sé que nos vamos a levantar de nuevo”. Sus palabras las pronuncia con emoción y anhelo.

Un retorno atropellado

En septiembre del 2020 Kevin, su pareja y dos de sus hijos, de 12 y 10 años, tuvieron que abandonar Bogotá. Con las medidas restrictivas impuestas por la Alcaldía para mitigar la propagación de la COVID-19, ella perdió su trabajo como cocinera en un restaurante y él las ventas ambulantes de helados.

“Imagínese que ya no teníamos para pagar los 20 mil pesos que nos cobraban en la pieza para pasar la noche. Además, mi suegra estaba enferma y mi esposa quería verla, por eso reunimos, compramos unos boletos y nos fuimos hasta Cúcuta”.

En la llamada “Perla del Norte” se terminaron de gastar lo poco que llevaban en pan y gaseosa, mientras esperaban por ingresar al Centro de Atención Migratoria y luego cruzar hacia Venezuela por el Puente Simón Bolívar.

Del lado venezolano permanecieron por 27 días más en los centros de confinamiento dispuestos por el régimen venezolano. “No le voy a decir mentiras, nos daban comida, pero era muy poquita. Entre todos comprábamos pan para amortiguar”.

Con el visto bueno dado por los militares que controlaban el ingreso y la salida de venezolanos provenientes de Colombia, los cuatro continuaron el tortuoso viaje de retorno hacia Guanare. Lo que Kevin encontró en su barrio fue desidia, abandono, hambre…

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“Eso parece monte y culebra. En las calles han abierto zanjas y ni un carro puede pasar por ahí. Ahora sí hay comida por todos lados, pero no hay plata para comer. Con tres mil pesos yo compro aquí un kilo de harina, allá necesito 6 mil pesos”, relata Kevin, quien asegura que ha tenido que trabajar desde niño para salir adelante.

‘Matando tigritos’ de albañilería y en un taller de un amigo, Kevin se sostuvo hasta enero, cuando decidieron volver a Colombia. A regañadientes se trajeron al hijo mayor, de 14 años.

Comenzar de cero

En la ruta entre Tunja y Cundinamarca, Kevin y sus parientes aseguran que ya llevan más de 10 días andando hacia Bogotá. Dicen haber corrido con suerte, ya que dos tractomulas (gandolas) los han aproximado al destino. Aún les restan dos días más de caminata hasta llegar al Portal Norte, en la entrada norte de la capital.

“Allí -añade el guanareño- tomaremos el Transmilenio hasta la calle 22, en la Caracas. Allí conocemos a varias personas y una señora nos está cuidando la cama y el televisor que dejamos”.

El plan de la familia implica comenzar con bríos renovados. Kevin volverá a las ventas ambulantes y al reciclaje nocturno. “Un día bueno me puedo ganar 100 mil pesos. Mi meta es reunir y comprar cinco carretillas para reciclaje, alquilarlas por 30 mil pesos semanales y tener una entrada fija”. Con mayor o menor conciencia, se aferran a su capacidad de resiliencia.

Su esposa, por su parte, volverá a vender almuerzos y, si el viento está a su favor, abrirá un negocio de comida rápida.

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Esta familia venezolana cohabita en la primera zona de tolerancia declarada por la Alcaldía de Bogotá, sector conocido como La Alameda, donde existen cerca de 100 prostíbulos, tascas y residencias temporales. En las calles de este sector hay mucha migración y un mercado de sexo por supervivencia.

Otro de los desafíos para esta familia es proteger a sus hijos y procurar un cupo escolar. “Una amiga de mi esposa dijo que la ayudará a inscribirlos en la escuela. Ambos queremos que estudien y se adapten a Colombia”.

De vuelta a Apure

Del otro lado de la vía, va otra familia venezolana que no tuvo más opción que retornar a Venezuela, después de haber huido de su país en abril de 2019. En su caso la resiliencia resulta, literalmente, más cuesta arriba.

El grupo integrado por dos jóvenes hermanos, ambos con esposas y dos hijos menores de 4 años, perdió su único sustento con la paralización de la cosecha de Risaralda, departamento que junto con Caldas y Quindío, componen el famoso Eje Cafetero de Colombia.

Se dirigen hacia San Fernando de Apure, ciudad venezolana fronteriza con Arauca. De allí habían huido un año atrás por la desnutrición severa que padecían los dos niños. “Se habían recuperado aquí porque pudimos mejorar su alimentación, darles sus vitaminas, su leche todos los días”, cuenta una de las jóvenes que dice llamarse Aurora.

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No querían retornar desde Colombia, pero, sin medios de vida para sostenerse, la decisión grupal fue unánime.

Ella cuenta un poco más del viaje: “Caminar es la única opción porque no podemos comprar boletos de bus sin tener PEP (Permiso Especial de Permanencia). Gracias a mi Dios la gente ha sido buena, nos han dado la cola, nos dan comida en la vía y una familia nos permitió quedarnos en un galpón y bañarnos, para seguir el viaje al otro día”.

“Vamos hablando, recordando nuestra infancia, planeando qué haremos si podemos volver a Colombia. No le niego que ha sido difícil quedarnos sin nada, pero estamos unidos, con salud y con muchas ganas de intentarlo en Venezuela. No nos queda más opción por ahora”, prosigue la mujer.

No saben qué les espera en San Fernando de Apure ni cómo reiniciarán sus vidas en el país de donde huyeron por hambre. “Eso lo sabremos cuando lleguemos”, dice Aurora.

Retos de la respuesta humanitaria

Desde el 2017, cuando se comenzaron a ver las primeras personas que huían de Venezuela a pie, varias organizaciones de asistencia humanitaria se han abocado a brindar atenciones desde diferentes frentes. Sin embargo, la pandemia por COVID-19 configuró un nuevo panorama, que es el de retorno a pie hacia Venezuela.

En la actualidad, el flujo de ida y vuelta se evidencia en las principales autopistas de Colombia y los retos de atención son múltiples: Soluciones de alojamiento temporal, con protocolos de bioseguridad frente al crecimiento de casos de coronavirus; habilitación de puntos de atención en el que se les permita el restablecimiento de contactos familiares, así como proveer información sobre la ruta y las ciudades y/o países receptores.

La atención médica también es una necesidad prioritaria para las y los caminantes, como la posibilidad de acceder a primeros auxilios básicos para dolencias como mareos, molestias musculares, afectaciones en las extremidades inferiores, entre otras situaciones de salud.

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