Colombia

Cuando el estatus de refugiado no es suficiente

Mayra, venezolana de 31 años, quedó sin trabajo aun teniendo estatus de refugiado en Colombia. Ahora dice sentirse desprotegida en ese país

Reporte Especial Proiuris

Jackelin Díaz

Mayra* llegó a Colombia el 21 de julio de 2017. Como muchas personas, por la profundización de la emergencia humanitaria compleja en Venezuela dejó su país para tratar buscar en otro lo indispensable para vivir.

Necesitaba estabilidad económica para ayudar a los suyos. Antes de migrar, trabajaba en una cadena de restaurantes en Puerto La Cruz, estado Anzoátegui. Recuerda que ganaba salario mínimo y no le alcanzaba para cubrir sus gastos de una semana.

Para esta mujer de 31 años de edad tener una casa propia no era suficiente motivo para quedarse en Venezuela. La esperanza de lograr una mejor calidad de vida para su hijo de tres años de edad la animó a migrar.

Lo acordó con su pareja. Ella se iría primero para buscar trabajo y un espacio en el que pudieran vivir con el resto de su familia que dejaba en Venezuela.

Invirtió sus ahorros en el pago de un arriendo en el centro de Cúcuta; y a falta de un empleo formal, comenzó a vender arepas y agua en el parque Santander. Una semana después, el 29 de julio, envió dinero suficiente para comprarle un pasaje a su esposo e hijo. Sin embargo, Mayra relata que no esperaban lo que sucedió en carretera hacia la frontera.

Fueron asaltados cerca de Capacho, estado Táchira, y los despojaron de casi todo lo que llevaban consigo. Su hijo de tres años de edad, por suerte, resguardó la carpeta donde guardaban su documentación y algunos exámenes médicos, pues le habían diagnosticado trastorno hipercinético.

El esposo de Mayra fue amenazado de muerte por los delincuentes, le arrebataron al niño y pretendían llevárselo. “Por cosas de Dios no pasó a mayores, pero fue algo terrible”, cuenta la mujer.

Estatus de refugiado
Al esposo de Mayra no solo lo amenazaron de muerte, también intentaron arrebatarle a su hijo de tres años / Ilustración: Jesús Diez

Con la solidaridad de algunas personas, el hombre y el niño llegaron a la frontera, cruzaron el Puente Internacional Simón Bolívar, a pesar de no tener identificación, y se reunieron con Mayra en Cúcuta.  “Fue un alivio. Llegué a pensar que perdería a mi familia”, expresa.

Puertas cerradas por la xenofobia

Dada su experiencia en el área, ofreció sus servicios como mesera en varios restaurantes, pero ninguno le dio empleo. Como muchas de las venezolanas migrantes, se encontró con la xenofobia de frente y, además, con la desprotección por parte del gobierno colombiano.

Mayra cuenta que al escuchar su acento, los encargados de los restaurantes le cerraban las puertas. “No aceptamos venezolanos y punto”, le decían.

Desde que llegó a Colombia no ha podido obtener un empleo estable, a pesar de que tiene sus documentos en regla y el estatus de persona refugiada, reconocida por el Estado colombiano, desde julio de 2019.

Lamenta que su esposo tampoco haya tenido suerte, pues solo ha tenido empleos esporádicos en el área de la construcción. Ahora su primer hijo tiene siete años de edad y hace dos meses una niña se sumó a la familia.

Las personas con estatus de refugiado tienen los mismos derechos que los extranjeros residentes regulares de cada país, incluyendo el acceso al empleo remunerado, a trabajar por cuenta propia, y a los servicios esenciales como salud, educación y seguridad social.

Asimismo deben gozar de los derechos a no ser discriminados, a la libertad de asociación y a la libertad de movimiento. Por ello, al menos 17.000 venezolanos aguardan que se les conceda asilo formalmente dentro del territorio colombiano.

Los estragos de la pandemia

En procura de mejores y más estables ingresos económicos, Mayra comenzó a impartir tareas dirigidas a los niños que asisten a la escuela de su hijo. Lo que ganaba le alcanzaba para hacer un mercado completo. Y su esposo se empleó en un restaurant de Cúcuta.

Estatus de refugiado
Para obtener nuevos ingresos Mayra comenzó a ofrecer tareas dirigidas hasta que las limitaciones por la pandemia se lo impidieron / Ilustración: Jesús Diez

La situación parecía mejorar, pero sobrevino la pandemia por la COVID-19 y tanto ella como él perdieron los empleos que habían conseguido.

Ambos quedaron desempleados el 25 de marzo, cuando comenzó el primer periodo de aislamiento obligatorio. Mayra comenta que invirtió lo poco que tenía ahorrado en la alimentación de sus hijos. Al principio, los padres dejaron de desayunar y después tampoco cenaban.

La refugiada venezolana enumera con sus dedos las organizaciones a las que ha solicitado ayuda. Primero menciona la Agencia de la Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). El representante que la atendía tomaba sus datos y le decía que recibiría una llamada en los próximos días. Ella todavía espera por esa llamada.

También recurrió al Consejo Noruego para Refugiados, una fundación internacional que los ayudó una vez. Luego pidió apoyo a Corprodinco, una  organización sin fines de lucro que en una oportunidad le brindaron alimentos.

Mayra afirma que lo que más le preocupa es que su familia quede en la calle. El contrato de arriendo se venció. Aunque les permiten permanecer en el lugar siempre y cuando paguen al día, teme que la pandemia siga torciendo sus planes y que sus dos hijos se vean afectados.

“A mi hijo de tan solo siete años le han dicho que no puede jugar en el parque porque es venezolano. He tenido que regresar a mi casa y decir que no conseguí trabajo porque no les gusta mi acento. No les hago caso, pero es desagradable cuando tienes unos papeles que te refieren tu estatus de refugiado”, dijo Mayra.

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Desde que comenzó la educación a distancia por la pandemia, ella ha hecho todo lo que ha estado a su alcance para que su hijo se conecte a una red WiFi, ya que en su casa no cuenta con acceso a internet. “Tengo WiFi prestado”, agrega. Agradece que en el plantel le hayan facilitado una Tablet, para que pudiera recibir clases con más comodidad y no depender del teléfono de su madre.

Mayra  tiene una deuda por el arriendo de más de un millón de pesos y le mortifica la posibilidad de suspender las terapias que requiere el niño para controlar su trastorno hipercinético. No hay día en el que no mire el teléfono fijamente, al menos algunos minutos, con la esperanza de que llegue la ayuda de la Acnur.

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