Reportes

La imposible diplomacia de los derechos humanos

La imposible diplomacia de los derechos humanos

Conferencia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, en la Universidad de Georgetown, con motivo de la presentación del Premio Trainor a la excelencia en el ejercicio de la diplomacia

16 de febrero de 2017

Buenas tardes:
Una nueva era se abre ante nosotros. Estamos en una zona sísmica de la política. Muchos de nosotros creemos que el sistema internacional podría llegar a un estado de inestabilidad peligroso. Las nuevas sacudidas abren actualmente fallas tectónicas insospechadas y los pilares que sustentan el sistema corren el riesgo de desplomarse. A nuestros colegas encargados del sector humanitario se les pide que realicen tareas imposibles, a medida que la cantidad y la escala de los conflictos actuales siguen causando inmensos sufrimientos y obligan a un número sin precedentes de personas a abandonar sus hogares. Del horno de las guerras siguen surgiendo grupos violentos de una brutalidad inimaginable y los países de África meridional luchan contra una sequía catastrófica. Resulta difícil exagerar la gravedad de estas y otras crisis a las que nos enfrentamos en la actualidad.
Sin embargo, más que abordar estas crisis, parece que les damos la espalda y nos ensimismamos. Estas y otras situaciones de emergencia vienen acompañadas del desmoronamiento cada vez más intenso del consenso básico que encarnan las principales instituciones regionales e internacionales, un consenso que durante varios decenios ha mantenido, respaldado y regulado la conducta de los Estados y las relaciones interestatales.
Ese sistema siempre fue deficiente, pero durante más de 70 años tuvo la ventaja innegable de mantener a raya la perspectiva de una Tercera Guerra Mundial. Ahora presenciamos la erosión súbita y masiva de los compromisos que lo sustentaban.
Hace algunos meses, pronuncié en los Países Bajos una breve alocución, en la que cité a varios dirigentes políticos cuya retórica discriminatoria y alarmista parece basarse en una visión ilusoria del pasado como una era de supuesta “pureza”. Varias semanas después, la Sra. Marine Le Pen, aspirante a la presidencia de Francia, respondió a mis palabras con una carta abierta que, en mi opinión, ilustra nítidamente la diferencia fundamental entre nuestros puntos de vista.
El argumento central de la Sra. Le Pen es la afirmación de que en su postura política “no existe resentimiento contra nadie, no hay nostalgia, sino el simple deseo, expresado de manera democrática –de manera serena y pacífica- de proteger y ampliar nuestra cultura… y, simplemente, de seguir existiendo”.
La cuestión es: ¿protegerse de qué? ¿De quién necesita protegerse su país? ¿Y cómo propone ella que se lleve a cabo esa protección, a fin de que su pueblo “siga existiendo”? Al parecer el objeto de su acción, al menos tal como se plantea en la carta, no son los terroristas, ante los cuales todos necesitamos protección, sino las normas e instituciones internacionales y regionales que mis colegas y yo promovemos y representamos. En su carta, la Sra. Le Pen afirma que nosotros constituimos “una superestructura clasista de ámbito mundial… una casta que desprecia a los pueblos y, por ende, a los seres humanos, a la diversidad y la riqueza de su especificidad”.
Hay una curiosa paradoja en esta defensa clamorosa de la diversidad, porque es de todos sabido que el partido Frente Popular de la Sra. Le Pen manifiesta una intolerancia evidente hacia la diversidad de costumbres, creencias y criterios de la población inmigrante residente en Francia.
En un esfuerzo por comprender esta evidente contradicción, recordé las ideas del jurista alemán Carl Schmitt, que en el periodo de entreguerras concibió un mundo ideal formado por naciones de población homogénea –con fronteras nítidas, libres de extranjeros y profundamente vinculadas a un territorio específico-. En su modelo, la diversidad era aceptable entre los Estados, pero no dentro de estos. Según el pensamiento de Schmitt, el soberano tenía el deber positivo de identificar y suprimir a los extranjeros.
La Sra. Le Pen puede compartir o no esta cosmovisión, pero estoy convencido de que hoy en día estas ideas alcanzan una difusión cada vez mayor, lo que resulta evidente en la tendencia creciente hacia el proteccionismo, el unilateralismo, las reivindicaciones relativas a la pureza nacional o religiosa, y el rechazo de lo que algunos denominan “el supuesto derecho internacional”. Creo que esta tendencia es profundamente alarmante. Es una amenaza deliberada al equilibrio del progreso humano logrado en los últimos 70 años, incluso a los beneficios evidentes e inmensos que ha generado el derecho internacional. Esta actitud no sólo socava el desarrollo sino también amenaza a la paz.
Los nacionalistas actuales parecen alimentarse, quizá deliberadamente, de la amenaza del terrorismo. La violencia terrorista es real y perversa. Pero los nacionalistas no reconocen que los autores de los ataques terroristas más recientes son takfiris que han adoptado una ideología militante, claramente definida. La inmensa mayoría de los musulmanes no son takfiris –ni en Francia, ni aquí en Estados Unidos, ni en ninguna otra parte; y tampoco se acercan siquiera a una postura de apoyo a lostakfiris, que han asesinado a decenas de miles de musulmanes y han desplazado de sus hogares a otros cientos de miles, en el esfuerzo por imponer su ideología. Con el fin de derrotar a los takfiris, ¿no sería más inteligente aprovechar el gran número de musulmanes que los desprecian, en vez de alienarse al grupo que más probabilidades tiene de desenmascarar sus operaciones?
La imprecisión puede ser un instrumento tosco y terrible.
A fin de cuentas, cuando las víctimas se ven deshonradas por quienes explotan su sufrimiento con fines políticos, ¿no es eso una imprecisión en su forma más cínica?
Si el poder absoluto corrompe absolutamente, también el victimismo falso o exagerado lo hace. Por desgracia, el victimismo sigue siendo, en gran medida, un instrumento al servicio de la seducción política. Los seductores exigen luego licencia para hacer cuanto sea necesario, de manera legal o ilegal, a fin de  subsanar esos agravios. Se define entonces como fuente de los agravios a una comunidad completa, que se convierte en el enemigo –un enemigo sin individualidad, un grupo que piensa y conspira como si fuera una sola entidad.
En reiteradas ocasiones, la humanidad ha perdido el rumbo a causa de las mentiras y las medias verdades, y los resultados han sido catastróficos. Y un elemento esencial de cohesión que estaba en la urdimbre misma del tejido social y que antes era complejo y flexible, queda desgarrado y se ve reemplazado por agudas divisiones sociales.
El último discurso que pronuncié en Washington tuvo lugar en el Museo del Holocausto, en 2015. Nuestra experiencia histórica colectiva del carácter letal del antisemitismo, en cuanto vector de ese crimen colosal –el Holocausto- contra los judíos de Europa, ofrece lecciones que ningún dirigente político debería desatender, en ningún lugar del mundo. No existen paralelos exactos con la actualidad: ningún líder político importante de hoy en día es nacionalsocialista. Pero piensen en el caso de Karl Lueger, que a finales del siglo XIX fue alcalde de Viena.
Karl Lueger tenía amigos judíos y este hecho era tan sorprendente que un periodista vienés le preguntó al respecto. “Yo decido quién es judío”, se cuenta que respondió. El hecho de ser uno de los antisemitas más virulentos y consecuentes de finales del siglo XIX no le planteaba contradicción alguna con esa actitud porque, con toda probabilidad, su antisemitismo nunca fue un asunto de convicciones. Lueger simplemente sabía que el antisemitismo, avivado en las circunstancias apropiadas, podía rendir enormes dividendos políticos. Los votos irían masivamente a cualquier político que manipulara con habilidad las corrientes de odio.
La fórmula era evidente: atribuirse la representación de un grupo de personas angustiadas por la situación; amplificar sus reivindicaciones y su condición de víctimas mediante calumnias y mentiras flagrantes dirigidas contra la comunidad a la que se consideraba extranjera –por motivos de raza, color de la piel, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otro tipo, origen nacional o social, propiedad, nacimiento o cualquier otra condición arbitraria-; y perseverar hasta que esa comunidad apareciese a los ojos de los demás como un grupo homogéneo, cuyos pensamientos y actos eran colectiva e intrínsecamente malvados.
Hacer todo esto con habilidad y lograr así subir el primer peldaño en la ascensión al poder político. ¿Pero, cuál es el costo final de esta estrategia? ¿Y qué ocurre con los derechos de las personas que son objeto de persecución?
En el caso de Karl Lueger este método inspiró –poco antes de la Primera Guerra Mundial- a un joven que inmerso en la multitud absorbía las doctrinas de odio que el alcalde de Viena proclamaba, y que años después, en septiembre de 1939, sumiría al mundo en un infierno.
Los nacionalismos actuales, que arrastran sus propios odios, son diferentes, aunque quizá no lo sean tanto.
El hecho de que millones de personas en el pasado hayan sido víctimas de terribles sufrimientos a causa de ese odio, debería sin duda haber disuadido a cualquiera de la tentación de calcar las estratagemas de Lueger, por muy atenuadas que pudieran presentarse.  El hecho de que algunos dirigentes políticos sigan usándolas, en países donde las enseñanzas de las dos guerras mundiales deberían haberse asimilado cabalmente, resulta sin duda asombroso.
¿Podemos ser tan irresponsables, tan estúpidos, que lleguemos a poner en peligro el futuro de la humanidad, sólo por conseguir algunos votos?
¿No nos estarán llevando de vuelta a Sarajevo?
Al Sarajevo de 1914, donde la peligrosa rivalidad de los nacionalismos étnicos socavó el equilibrio de poder y barrió todo sentido de avenencia, hasta el punto de que un suceso relativamente oscuro acontecido en los márgenes de la política europea desató una catástrofe mundial. O tal vez al Sarajevo del decenio de 1990 y a la guerra que presencié mientras servía en la ex Yugoslavia. Todos los agravios, las mentiras que los deformaban, los amargos sentimientos de nacionalismo étnico que esos agravios resucitaron –y luego la agresión militar, la muerte y la destrucción. Lo que puso de manifiesto que la civilización europea era una fina capa, que podía ser vulnerada o deshecha por la conducta más bestial.
En Bosnia y Herzegovina comprendimos que si eso podía suceder en la Europa del decenio de 1990, entonces podría acontecer, si se aplicaban los estímulos adecuados, en cualquier parte del mundo. Pero, al parecer, también vamos camino de olvidar esas enseñanzas más recientes.
El virus del populismo polarizador ha infectado tan rápidamente a una parte del mundo que muchas de las cosas por las que hemos trabajado estos años parecen ahora estar en peligro. En esas circunstancias, en que la honda labor de prevención e inversión en un futuro común realizada a largo plazo corre el riesgo de ser barrida súbitamente, ¿qué resultados cabe esperar de una diplomacia basada en los derechos humanos? ¿Acaso esta tarea de abrumadora complejidad ha llegado a ser infructuosa?
La respuesta es un ‘no’ rotundo.
En vez de darnos por vencidos ante el peso de esta responsabilidad, tengo la convicción de que el estado actual del mundo refuerza la importancia de la labor que realizamos. Nuestra orientación, supervisión, promoción y competencia forman un conjunto de herramientas esenciales para rechazar los ataques contra los derechos humanos. Esas herramientas constituyen un sólido marco de referencia para defender a las personas cuyos derechos están amenazados o han sido violados.
Nuestro trabajo no sólo cambia las leyes, sino también las vidas. Protege a los más vulnerables e inspira y apoya a los activistas que luchan en condiciones peligrosas por el derecho de las personas a opinar sobre sus propios asuntos. Estos activistas son auténticos vectores de estabilidad. No tenemos otra opción. No hay alternativa, debemos proseguir nuestra labor, para preservar la vida y el bienestar de la humanidad. Es mucho lo que está en juego y podemos lograrlo. Piensen en lo que lograron nuestros antecesores, los titanes del movimiento en pro de los derechos humanos: suprimieron la esclavitud, el colonialismo, la segregación, el apartheid y mucho más. Por consiguiente, la lucha que ahora corresponde a nuestra generación no es en modo alguno un combate desesperado.
Es preciso que todos defendamos el derecho internacional –el derecho internacional relativo a los refugiados, el derecho de los derechos humanos, el derecho humanitario internacional y el derecho penal internacional. Porque esos derechos –y las instituciones que los sostienen- constituyen la suma y quintaesencia mismas de la experiencia humana. No son, como arguyen algunos, el resultado de componendas burocráticas de posguerra. Su urdimbre se tejió con los gritos de millones de seres humanos que durante muchos siglos hallaron una muerte violenta o padecieron horriblemente. Sabemos de sobra qué ocurrirá, si esos derechos desaparecieran.
Yo trabajo en Ginebra, en el edificio que antaño fue sede de la Liga de las Naciones. Cada día, ese lugar me recuerda cuánto podríamos perder. El progreso humano nunca es perfecto.
Cometemos errores, tropezamos, olvidamos verdades fundamentales. Verdades como ésa que proclama la Declaración Universal de Derechos Humanos y que el mundo ha suscrito unánimemente: el reconocimiento de que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, lo que constituye el cimiento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo. De modo que sí, algunas veces fallamos, en particular las élites políticas y económicas.
Pero si nos atacamos ciegamente y hacemos que la casa se derrumbe en torno nuestro, el precio que la humanidad habría de pagar sería tan elevado, que podríamos llegar a una situación irrecuperable.
Yo quiero, damas y caballeros, formar parte de un movimiento integrado por personas que se base en los derechos humanos. Un movimiento que cuide de cualquier ser humano, que defienda a todos y se manifieste donde y cuando sea necesario. Sin duda lo que vimos el pasado 21 de enero fue la expresión más nítida de una fe común en la humanidad.
Quiero ser una de esas personas que dicen lo que piensan en cada momento. Quiero erguirme para defender los derechos de todos, de manera pacífica, en particular los derechos de los más vulnerables.
Quiero creer que el impulso que nos conduce a los seres humanos a hacer el bien siempre eclipsará a los instintos amenazadores que yacen en nuestro interior y que nos hacen vulnerables a la sugestión.
Quiero formar parte de un movimiento que trascienda a mi afiliación a la familia, la tribu o la nacionalidad, que trascienda a mi etnia, raza, religión  o género, mi condición profesional, mi orientación sexual y todos los demás atributos.
Dicho de otro modo, damas y caballeros, más allá y por encima de cualquier otro rasgo identitario, quiero sentirme un ser humano, ante todo, un ser humano.
Y quisiera que ustedes compartieran conmigo este sentimiento.
Les ruego que se sumen a este ideal.
Por favor, únase a mí.
 

Related Posts

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.